Un día apareció un antiguo compañero de infortunios, de nombre Nacho, que había conocido en Perú. Luego habíamos compartido algunas experiencias en Rumania. Sin siquiera hacer un contrato de trabajo o convenio, este personaje, que a la sazón vivía en Norsbog, se ofreció a “ayudarme”. Aún no sé cómo acepté su ayuda. Me sentía agobiado por la gran afluencia de clientes que exigían atención. De pronto él estaba allí, junto a mí, atendiendo a los clientes y llevándose el dinero al bolsillo, consejo que me dio nada más empezar. Me dijo que la caja a la vista de los clientes era algo peligroso. El dinero estaba más seguro en el bolsillo. Hasta cierto punto, Nacho tenía razón. Pero nunca estuve seguro de que él me rindiera cuentas correctas al finalizar el día. Tuve que confiar en su palabra porque yo no tenía la suficiente audacia o confianza para revisar sus bolsillos.
Nacho me ayudó un par de semanas. Pero al empezar a sospechar de su honestidad, puesto que a veces se ausentaba “para ir al baño, a su casa”, decidí pedirle que dejara de ayudarme. Las cuentas no cuadraban. El dinero que me entregaba era muy inferior al que recaudaba yo en similar periodo de tiempo y las ventas eran muy altas. La mercadería desaparecía rápidamente. No había más explicación que la de robo, de parte de la única persona que me ayudaba en ese momento.
A la semana de haber terminado de trabajar conmigo, Nacho empezó a hacerme la competencia, asociado a otras personas. El muy astuto Nacho había comprado una camioneta, la que equipó con todo lo necesario para atender al público desde el mismo vehículo. Las ventas las hacía, preferentemente, en puntos cercanos a mi puesto de venta y vendía los productos a precios inferiores a los míos.
A pesar de la desleal competencia de mi ex colaborador, las ventas seguían aumentando. Pero al empezar Nacho a rematar los productos a precios muy inferiores y al recorrer cada vez más puntos en la periferia de mi radio de acción, formé un equipo de venta con varias personas en la que confiaba. En ese entonces venía mucha gente a proponerme alianzas y ponían vehículos a mi disposición.
Entusiasmado por la idea expansionista, al ver que tenía tanto apoyo de varias personas, con su aportación y con el dinero que iba acumulando, formé un equipo de venta con cinco camionetas que empezaron a recorrer distintos barrios del Gran Estocolmo y de otra ciudad cercana, Sodertalje. Yo me encargaba de hacer los pedidos y luego distribuía a las camionetas desde mi camión. Era un trabajo agotador, pues había que estar muy temprano en los mercados mayoristas donde se hacían las subastas. Allí había que estar atentos a los remates y a las bajas de precios. Algunos mayoristas esperaban el momento oportuno para ofrecer tomates, bananas, patatas y toda clase de hortalizas y frutas a los precios que más convenía. A veces lograba hacer buenas compras. Otras veces perdía dinero en productos que la competencia conseguía más baratos. Era una actividad febril, que comenzaba a las tres de la mañana y terminaba a las siete u ocho. Luego había que apresurarse a hacer la distribución y recoger el dinero de las ventas en los distintos puntos de venta o recibir las camionetas en mi puesto principal. A veces salía yo en una camioneta y dejaba a un ayudante en ese puesto. Terminaba las actividades muy tarde, por la noche.
La idea era genial y habría sido un enorme éxito. Todos mis colaboradores obtendrían ganancias equiparables a las mías y los clientes habrían gozado de una buena atención, a precios muy razonables, mjucho más bajos que en los negocios de alimentos. Así es, era una buena idea y eran muy prometedores los pronósticos. El dinero fluía como un manantial dorado.
Pero entonces surgieron dos problemas con los que no yo había contado. Las actividades habían comenzado en la primavera, con temperaturas que permitían que las mercancías se mantuvieran frescas. Pero, a medida que se acercaba el verano, las frutas y verduras maduraban con mucha rapidez y se podrían. Grandes partidas de durazno y banana que no se alcanzaban a vender el mismo día, se perdían pues no estaban aptas para el consumo, al día siguiente. Los duraznos ni siquiera alcanzaban a durar unas pocas horas. Yo carecía de un sitio refrigerado en el que se pudieran guardar los productos. Por otra parte, los “colaboradores” empezaron a desertar, uno tras otro. Cada uno de ellos se ponía a vender en forma independiente y se llevaban los equipos de balanzas, bolsas y otros accesorios que había comprado yo. Y por supuesto que dejaron de rendir cuentas. Gracias a las ganancias de la venta de productos que yo les había suministrado pudieron comprar más productos y me hacían la competencia en todos los puntos posibles. Lo más paradójico era que ellos se enfadaban cuando yo les exigía que me rindieran cuentas o que me devolvieran mis equipos. Con todo desparpajo me respondió un ex colaborador argentino, en una oportunidad: “Déjanos trabajar tranquilos, ya te devolveremos lo tuyo cuando se pueda. Ahora estamos ocupados”.
El resultado fue que finalmente me vi endeudado con los mayoristas y ya no lograba los precios que había alcanzado después de varios meses de sacrificado trabajo. Las ventas se redujeron al mínimo. Los pocos colaboradores que quedaban se cansaron puesto que ya no había ganancias suficientes. Desde que mis ayudantes empezaron a traicionarme y hacerme la competencia ya había unas treinta camionetas que se disputaban las ventas. Tuve que abandonar. Poco a poco, todos mis competidores fueron quebrando o se cansaron, algunos quedando tan endeudados como yo. Habían matado “la gallina de los huevos de oro”.