Debido a que mi pareja de aquel entonces debía estudiar y no podía ayudarme en la librería, más la necesidad de mejorar las ventas y aumentar la variedad -además de necesitar dinero para mayores inversiones- cometí el error de formar una sociedad, con dos buenos amigos. Eran marido y mujer. Sólo el marido me ayudaría en la librería. Ninguno de los dos pondría capital alguno. Lo más importante era formar la sociedad para poder acceder a un crédito bancario.
Obtuvimos el primer préstamo bancario, pero al poco tiempo tuvimos que deshacer la sociedad, puesto que la ayuda física que me daban mis socios era casi nula. Eran personas honradas, pero la sociedad no funcionaba como tal y ninguno de ellos se arriesgaba a dejar su trabajo para dedicar tiempo a la librería.
¿Cuál fue el principal error, al formar la sociedad? Pues bien, para que hubiera transparencia en nuestras actividades comerciales, contratamos una oficina de contabilidad. Antes no la necesitaba pues el trabajo de contabilidad lo hacía yo mismo. La empresa de contabilidad cobraba una tarifa mensual pero luego cobraba por cada transacción, lo que no especificaron desde un comienzo los representantes de esa empresa. Con respecto a mis actividades anteriores, me pidieron los libros para hacer una revisión. Más luego me cobraron por toda la contabilidad que yo había hecho, en lugar de cobrar únicamente por la declaración de impuestos anual. Para mí eso fue un golpe muy duro, pues las facturas de esa empresa estaban fuera de cualquier presupuesto, para una empresa tan pequeña como la mía.
Quinto error, la empresa de cobranza.
Al constatar que la mayoría de los clientes no me pagaban, a pesar de reiterados llamados a hacerlo, contraté una empresa de cobranza. Creía yo que en esa forma no necesitaría preocuparme más por las deudas de mis clientes. La empresa me cobraba una tarifa mensual muy baja y luego se quedaba con un porcentaje de lo que se obtenía gracias a las cobranzas que se harían. El cobrar directamente a mis clientes me quitaba tiempo para otras actividades y evitaba pasar momentos desagradables cuando clientes irresponsables me respondían con groserías. Hubo un cliente que incluso amenazó con denunciarme a las autoridades porque yo le exigía “con mucha dureza” el pago de su deuda. Al cobrarle y decirle que de no pagar me vería obligado a tomar “otras medidas” era para el moroso una ofensa y una amenaza.
Antes de contratar la empresa quise asegurarme bien de que no habría más gastos. Como buenos vendedores, los representantes de la oficina de cobranzas me garantizaron buenos resultados y que no debía preocuparme por nada. Ellos se encargarían de todo. Por fin podía respirar tranquilo.
Continué con los viajes y tuve que cerrar la librería, que ya sólo abriría de vez en cuando. Cada vez que regresaba de mi viaje encontraba montañas de comunicados en los que la empresa de cobranza me informaba de los pasos que se habían tomado en cada caso de los deudores. Yo había entregado todas las facturas y contratos de venta firmados por mis clientes morosos. Al principio abría los comunicados, en los que se decía, por ejemplo, que se había notificado al deudor pero que éste no había respondido y me preguntaban si quería seguir con la cobranza. Yo no respondía, porque la oficina debía cumplir con su trabajo. ¿Para qué iba yo a impedir que siguieran cobrando? El problema es que con cada nueva cobranza que se hacía al mismo cliente, el monto aumentaba. “Es su problema”, pensaba yo. “Eso le pasa por no pagar a tiempo”.
Le tercera vez que llegaba una carta con la misma información se me advertía de que si el cliente no pagaba, sería yo quien debía pagar los gastos de cobranza. Pero esas cartas no las alcancé a leer hasta mucho después de uno de mis largos viajes. Cual no fue mi sorpresa cuando empezaron a llegar factura tras factura de la oficina de cobranza, que después del tercer intento y no habiéndose logrado resultado positivo, se me exigía pagar los gastos de cada uno de los casos. Entonces me di cuenta de la trampa legal, al leer las últimas cartas desde hacía un mes atrás. Eran casi todos los casos, sin resolver porque los clientes se habían mudado o se negaban a pagar. Muchos de ellos habían regresado a sus países de origen cuando las condiciones políticas o económicas habían mejorado. No se les conocía domicilio en Suecia. Eran chilenos, argentinos, uruguayos, etc. Otros se habían declarado insolventes y no había forma de hacerlos pagar ni una sola corona.
Cuando quise detener los procedimientos de cobranza, ya mi deuda con la empresa de cobranza ascendía a varias decenas de miles de coronas suecas, varios miles de dólares.
Lo que más me molestó, aparte de no haberme informado bien desde un comienzo los representantes de esa empresa, era que por una deuda de, supongamos 300 coronas, los gastos de cobranza eran de cerca de 1 000 coronas. Es decir, yo no lograba recuperar mis 300 coronas sino que además tenía que pagar el triple de ese monto a la empresa de cobranza. Un negocio redondo para la empresa de cobranza. Ganaba el cliente moroso, que me estafaba al no pagar. Y ganaba la empresa de cobranza, que nada conseguía con su trabajo. Años más tarde esos procedimientos fueron prohibidos, pero yo tuve la mala suerte de ser víctima legal de esa empresa.
A todo lo anterior se sumó un asunto muy absurdo, al comprar con un crédito abierto en el banco. Hice una compra de juegos didácticos a una empresa española. Pero cuando recibí la factura para pagar, me di cuenta de que los gastos de transporte eran demasiado altos, mucho más de lo que costaban los productos. Eso era a causa del volumen, puesto que la mercadería pesaba muy poco. Los gastos de transporte de los libros oscilaban entre un 30% y un 50%. Pero los gastos de transporte de los juegos eran superiores al 150%, algo que yo consideraba inadmisible puesto que debería vender los productos a un precio que nadie podría pagar. Era una pérdida. Por eso me negué a recibir los productos.
Sin embargo, para el banco (Skandinaviska Ensklida Banken) esto implicaba un problema, que aún no entiendo por qué. Me habían aprobado el crédito que yo había solicitado, pero mi proveedor había subido los gastos en exceso. Por lo tanto, eso significaba no respetar los términos del acuerdo para la importación. Sin embargo, el banco aducía que no podía negarme a recibir el crédito. La directora del banco y la gestora que me atendía me llamaron varias veces a sus oficinas para presionarme a que aceptara la mercadería, a lo que yo me oponía. En las últimas reuniones me rogaban que accediera y a cambio de ello prometieron rebajarme los intereses. Yo sabía que tenía la razón al oponerme a cerrar el negocio y de nada me servía que me rebajaran los intereses, puesto que la cantidad de dinero era demasiado grande. Pero sus presiones fueron tan eficaces que finalmente accedí a recibir el préstamo. En ese momento no me podía imaginar yo que estaba firmando mi sentencia de muerte en el mundo de los negocios y que las puertas de los bancos se cerrarían para otras actividades comerciales. La aceptación de ese crédito, junto a las otras deudas, haría imposible cumplir con mis compromisos económicos
El no poder pagar el crédito impuesto casi a la fuerza por las funcionarias bancarias más los gastos a la oficina contable y a la oficina de cobranza, además de las únicas deudas legítimas a las editoriales y distribuidoras de libros, me obligaron a cerrar la librería y dedicarme a otras actividades. Era la bancarrota total.
El sueño de haber tenido la librería de libros en español más surtida de toda Escandinavia y de haber influido en muchas familias para que fortalecieran su nivel cultural, había terminado para siempre.
De esta experiencia aprendí varias cosas importantes. Sin embargo, siempre se corre el riesgo de volver a cometer errores, aunque no en la misma forma. Por eso repetí algunos de ellos, más que nada debido a mi ingenuidad y confianza en personas deshonestas.
Uno de los errores que corregí para siempre fue dar créditos. Nunca más entregué algún producto que se pagaría con posterioridad. Al contrario, en los futuros negocios me aseguré de que los servicios o productos me fuesen pagados por adelantado. Eso sí, cometí el error de confiar en mucha gente a la que le entregué dinero en préstamos, que nunca me pagaron. Ese error lo repetí en muchas ocasiones, creyendo siempre que mis deudores eran personas de confianza, sus palabras y actitud de cordialidad y aparente sinceridad. Me era difícil pensar que me volvería a encontrar con personas deshonestas. Todos parecían honestos, hasta que la realidad me demostraba algo distinto.
En cuanto a las sociedades empresariales, al verme desplazado en la sociedad sueca, tuve que recurrir a esas formas de empresas (sin poner a mi nombre las mismas), dando mucha confianza a personas que yo creía eran honestas y que se aprovecharon de mi desventaja para quedarse con la mayor parte del dinero que yo producía con mi trabajo. Así me vi obligado a trabajar hasta que por fin pude ponerme al día con mis deudas y estuve en condiciones legales para nuevamente tener empresas a mi nombre. Pero eso es parte de otras historias. Sólo voy a contar, en forma resumida lo que sucedió cuando tuve que cerrar la librería y una tienda naturista que había abierto con el fin de entregar un servicio a la comunidad sueca. Con el poco dinero que me quedaba, incursioné en la venta de fruta y verdura, alquilando un puesto de venta a la Alcaldía de Estocolmo, en Norsborg. Utilizando un camión que me había quedado de la librería (era alquilado) compré grandes cantidades de mercadería que vendía a precios muy bajos. En mi puesto de venta se hacían largas colas. Las ventas eran cada día más grandes, gracias a créditos que conseguí en los mercados mayoristas. La voz se corrió entre mis antiguos clientes y mucha gente me pidió que fuera a vender los productos a los barrios en los que ellos vivían. Aparte de mis clientes latinoamericanos empecé a tener clientes asirios, turcos y árabes, provenientes de distintos países.