El viaje estaba programado desde hacía mucho tiempo, con el pasaje pagado. Sería un viaje con tres vuelos distintos: el primero de Maracaibo a Miami. Posteriormente, de Miami a Londres y finalmente, de Londres a Estocolmo. En total, casi 15 horas de vuelo, además de las esperas en todos los aeropuertos y en las subidas y bajadas de los distintos aviones. Eso significaba más de 30 horas en total.
A las 6.55 ya estaba en el asiento del avión. El trato estuvo bien en todos los controles del aeropuerto de Maracaibo. En algunos de los controles hubo conversaciones con los guardias y soldados, la mayoría muy jóvenes. Una vez controlado el equipaje y hecho las preguntas de rigor empezaban a preguntarme otras cosas. Como en todas partes, en Venezuela, les llamaba la atención mi forma de hablar. Una vez que sabían de qué país soy, se interesaban aun mas y era un poco difícil continuar hacia los siguientes controles. Uno de los temas que salió a luz fue el de la fruta kiwi, que me gustaría cultivar en Venezuela. Solo una chica soldado sabía cómo es la fruta. Tuve que explicarles las maravillas de la exquisita fruta originaria de China, cuyos principales países productores son Italia, Nueva Zelanda y Chile.
http://www.botanical-online.com/kiwispropiedades.htm
http://www.fruitveg.com/sp/fichafruta4.php3?Id=14
Mis dos vecinos, Magaly y Luis me habían llevado al aeropuerto. Ambos se se habían portado muy bien.
Ya con la entrada al aeropuerto de Caracas y luego al llegar a Miami las comodidades me regocijaban enormjemente, después de todas las otras formas de viajar dentro de Venezuela, en vehículos viejos, largas esperas y mala atención en muchos lugares, igual como lo experimentara mi amigo Anselmo.
En Miami se veía, además, muchas diferencias en el trato de los mismos viajeros, todos muy amables y dispuestos a ayudar. No es que los venezolanos y colombianos no lo sean, pero les falta suavidad y mayor consideración a muchos de ellos.
Lo otro que resalta es el progreso tecnológico. Máquinas modernas, vehículos para transportar pasajeros dentro del aeropuerto, lujosas tiendas, restaurantes y otros lugares de comida.
Lo primero que debía hacer en el aeropuerto de Miami era obtener la tarjeta de embarque. En Caracas, la funcionaria de American Airlines me había dicho que debía hacer la reserva en las oficinas de British Airways y es lo que intenté hacer. Sin embargo, después de haber esperado pacientemente a que abrieran la oficina, me informan que debía ir a pedir la tarjeta en las oficinas de AA, que están en otra sección, la D. Mientras esperaba, una mujer venezolana, que se notaba era de clase media alta inició una conversación conmigo. Era una mujer alta y rubia. Le llamó la atención uno de los libros que llevaba conmigo. La compañaba su esposo, un hombre corpulento, aunque tenía más grasa que músculos. A diferencia de la mujer, el hombre era callado y tenía una mirada agria. Se veía que no estaba contento de que su mujer hablara conmigo, aunque la conversación bien le podía favorecer a él mismo, para matar el tiempo. Menos mal, no nos tocó el mismo vuelo pues yo debía ir a otra sección (la funcionaria de AA de Maracaibo me había dado mala información). No hay nada más incómodo que soportar las miradas inquietas e insidiosas de un marido celoso porque su mujer se aburre con él y busca conversación con otra persona. Personalmente, no me desagrada converser con extraños, pero no tengo urgencia de conversaciones pues siempre tengo mis libros.
Mi primera actividad fue entrar a Internet en una computadora que estaba situada en un hotel, dentro del aeropuerto. Es un sistema muy cómodo y sencillo. Se pagan 5 dólares con tarjeta de crédito. La segunda actividad, muy necesaria fue tomar un almuerzo que consistió en una pizza vegetal, una galleta grande, café y agua. Esta última la guardé para beberla tranquilamente cuando esperara en la puerta o calle (gate) de salida.
En el avión había comenzado a leer La Montaña Mágica, de Thomas Mann, lo que me llevó a reflexionar sobre el tema del tiempo, de las distintas circunstancias que pueden presentarse cuando se manifiesta una enfermedad grave como la tuberculosis y su influencia en la amistad y el amor. Si a ello agregamos la guerra, todo puede cambiar radicalmente, hasta borrar todo un pasado. En el aeropuerto seguí leyendo esa novela y algunos cuentos. Tenía tiempo de sobra para ello. Llevaba conmigo una antología de literatura universal. Sólo podía leer resúmenes, pero me hacían recordar las lecturas que hice de muchas obras, en otra época.
Como en todas partes, me gusta estar a tiempo en los sitios importantes, como es la espera de un vuelo. Por ese motivo me fui directamente a la “gate”, una vez que tuve la tarjeta de embarque. Pero los guardias del control me quitaron la botella de agua que acababa de comprar. Había olvidado que estaba prohibido pasar los controles con líquidos. Después de insistir mucho logré hablar con la supervisora, que autorizó a una de las guardias para que me acompañara y llevara el agua por una salida, para devolvérmela. Ello implicaba tener que volver a pasar por los controles, sacarme los zapatos y el cinturón, etc. Pero pude beber el agua que había comprado. Es tan absurdo que la quiten en la entrada y que se pueda comprar nuevamente, una vez pasado el control.
Tenía cuatro horas de ventaja, que podía utilizar para leer en el aeropuerto. Pero en esa sección han descuidado un detalle importante: no hay suficientes asientos para descansar o leer. Cuando encontré un asiento libre, una mujer afroamericana me lo impidió. El asiento estaba reservado para un amigo suyo, que estaba hablando por teléfono a unos cinco metros. Pero el hombre nunca se sentó, ni siquiera estaba interesado en hacerlo. Finalmente, cuando se fue, la mujer permitió que me sentara. Eso me recordó la mala costumbre que hay en Venezuela, de reservar los puestos en lugares donde hay asientos para los clientes, ya sea en bancos, hospitales y otros sitios. Lo mismo ocurre en las colas de los supermercados. Allí la gente guarda los puestos en la fila a otras personas o familiares. Muchas veces se ponen dos familiares en distintas filas para aprovechar la que llega primero a la caja, para pagar, irrespetando a otras personas que están en la misma fila.
Una vez sentado, con mis reflexiones y mi lectura, se acercó una muchacha chilena y se sentó a mi lado. Me hizo algunas preguntas, pero ni siquiera alcancé a responder pues la fueron a buscar dos compatriotas, posiblemente familiares. Una de las mujeres, al saber que yo había nacido en Chile, gritó “Viva Chile”. Las tres mujeres se alejaron alegremente. Nunca supe qué destino llevaban.
Tengo la particularidad de encontrar siempre gente que está dispuesta a hablar conmigo, en todos los sitios adonde voy. Siempre noto simpatía y mi empatía hacia desconocidos me fortalece como ser humano. Una excepción es el contacto con algunos campesinos colombianos de la zona de Cúcuta que viven en Venezuela, la mayoría de los cuales son gente desconfiada, recelosa y malévola. Otra excepción son muchos guardias nacionales o militares que trabajan en las alcabalas, que usan su poder para humillar y atemorizar a los viajeros. En muchos casos lo hacen para obtener algún tipo de pago.
Continué leyendo, entre otras obras, Crimen y Castigo, de Fjodor Dostoyevskij, que había leído hace unos 30 años. Reflexioné sobre lo absurdo del asesinato, que me hizo recordar El Bonito Crimen del Carabinero, de Camilo José Cela, que leí hace un año. También leí el resumen de Ana Karenina, que refleja lo absurdo de una época extremadamente religiosa, el amor turbulento e imposible, entre Ana y Bronsky. Es la misma historia que se repite, en distintas épocas y diferentes tipos de sociedad, con las diferencias de cada época pero con el conflicto entre la fidelidad y el deseo, entre la familia construida sin amor y el verdadero despertar de la pasión.
También volví a leer un resumen de Naná, de Emile Zolá, escritor que me impresionó antaño con la obra Yo acuso. El tema de la prostitución, ayer y hoy, es de permanente actualidad. La carrera fácil, muchas veces acompañada de fama, y el final nada feliz, son las características de muchas mujeres que venden su cuerpo para evitar el trabajo o la familia.
Ya en el avión hacia Londres, en el que estuve a bordo a las 18 horas, continué mis lecturas con Marcel Proust, En Busca del Tiempo Perdido. Nos tomaría exactamente 8 horas y 46 minutos recorrer 7113 kilómetros, por sobre el Atlántico. Antes de abordar el avión pude ver que había 186 vuelos con distintos destinos planeados desde Miami, sólo en ese momento. Había 6 paneles luminosos con 31 vuelos programados en cada uno. Los vuelos se iban renovando, a medida que despegaban los aviones de las distintas pistas.
La atención en el avión era excelente, como siempre, en los vuelos internacionales. Después de leer otros autores estuve hojeando las revistas que hay en la parte trasera de los respaldos de los asientos. Si bien había artículos interesantes -en inglés- la mayor parte del contenido de las revistas era publicidad. Mientras leía pude oir una selección de música clásica. Cuando me cansé de leer me puse a ver la película The Company Men, que narra la historia de una empresa afectada por la crisis económica mundial, un tema de actualidad.
http://www.youtube.com/watch?v=WHwEwDhbavw
http://checalamovie.net/2011/01/resena-company-men-la-pesadilla.html
El protagonista Bobby Walker nos va mostrando, paso a paso, la caída y degradación de hombres que ocupaban puestos importantes en una empresa que debe hacer recortes de personal. De tener demasiado, pasan a no tener nada. Por supuesto que el golpe es duro, porque se trata de personas que jamás pensaron en que los despidos de trabajadores los alcanzaría también a ellos, acostumbrados a todo tipo de lujos y comodidades, en una sociedad en la que todo se compra y todo se vende, sin importar las consecuencias. La competencia y la falta de planificación de la economía (el libre mercado) obligan a las empresas a devorarse unas a otras, a llevar a cabo trabajos extraordinariamente grandes para luego caer con ellos en forma estrepitosa. Algunos logran levantarse y empiezan una nueva vida, después de sufrir penurias. Otros no son capaces de afrontar nuevos retos y se suicidan o sucumben bajo la influencia del alcohol.
Llegó el lunes 9 de mayo y ya estábamos en Londres. Como en todos los aeropuertos internacionales, hay que recorrer largos pasillos y trasladarse en vehículos hacia otros terminales. Da la impresión de estar en una verdadera ciudad. Y en cada terminal hay nuevos controles. Las informaciones no siempre son las mejores y para mí significó, como en otras ocaciones, carreras extras para encontrar mi “gate”. Mi tarjeta de embarque había sido mal impresa y tenía una hora equivocada, a las 10, más de cuatro horas de diferencia, menos mal, a mi favor. El vuelo a Estocolmo no aparecía en panel alguno y tuve que esperar hasta la una para saber qué gate debía tomar.
Esta espera me sirvió para leer Madame Bovary y la Chanson de Roland, que seguí leyendo durante el último vuelo. También tuve tiempo de recorrer los pasillos y muchas de las inumerales tiendas de regalos, perfumes, licores, ropa, libros y relojes. Todo de lujo, así como también sus precios, muy lejos del alcance de mis bolsillos y de mis gustos.
A las 5 de la tarde por fin ya estábamos en Arlanda, el aeropuerto de Estocolmo. Llamé a mi hija y supe que me esperaban en su casa. Esta vez no tendría que pasar la primera noche en el aeropuerto, como lo tuve que hacer el año pasado.
Lo primero era comprar un pasaje para el bus que lleva de Arlanda a Estocolmo. Vale solo 120 coronas (20 dólares). El tren vale casi el doble y un taxi mínimo 400 coronas (67 dólares).
Me atendió una señora de unos 50 años, muy amable. Bromeamos un poco sobre la juventud. Me había dado el precio de adultos y así surgió un diálogo divertido. A la salida de la sala de exposiciones e informaciones del aeropuerto, lugar donde venden los pasajes, había una chica muy joven, que estaba haciendo una encuesta sobre la atención que daban justamente en ese lugar. Accedí a responder su preguntas y sentía sus palabras como una bienvenida a mi nuevo país, desde hace tantos años. Tanta amabilidad y tanto afecto no lo había sentido desde hacía mucho tiempo (me refiero a desconocidos). Era como estar en familia. Sabido es que muchos suecos son hipócritas y sonríen a los extranjeros (o a quienes somos de origen foráneo) sólo obligados por las circunstancias. Una vez que se les da la espalda juran o maldicen deseándonos todos los males posibles o que desaparezcamos, aunque hemos sido más que necesarios para el desarrolo del país. Pero estas dos mujeres parecían sinceras. Sus palabras, sus gestos y sus sonrisas no sonaban a falsedad. Esas mujeres eran laa representantes de dos generaciones distintas, pero ambas rebozaban alegría y simpatía.
Es posible que esa simpatía, que también transmitía el chofer del bus se debiera, en gran parte, al muy buen tiempo atmosférico que acariciaba Estocolmo. Había un sol radiante y muy pocas nubes. La temperatura era elevada, para esta época del año; parecía verano.
Cuando llegué a la Estación Central de Estocolmo, sin salir del túnel principal donde me dejó el bus, pasé a comprar la tarjeta del mes, por 750 corionas (125 dólares), que sirve para usar todos los medios públicos de transporte. La tienda donde la compré está ubicada al lado del “Hoyo”, un sitio donde solíamos citarnos los chilenos venidos de Rumania, hace ya 37 años. La verdad es que durante decenios ése ha sido el punto de encuentro entre amigos y enamorados para todos los habitantes de Estocolmo y de fuera. Podría decirse que el Hoyo” es el punto más central del corazón de Estocolmo y el que tiene más vida. Por allí pasa toda la gente que hace conexiones entre el Metro y el tren de cercanías, además de los viajeros del tren nacional e internacional.
Con mi tarjeta activada tomé el tren del Metro que va a Liljeholmen. Antes de llegar a la Estación Central había notado muchos cambios que se habían hecho en solo un año: muchas nuevas construcciones, bellos jardines, áreas verdes y nuevas vías de comunicación. Al subir al vagón del Metro seguí notando cambios, aunque hay cosas que siguen igual, como la gente leyendo libros, revistas o periódicos mientras viajan. La mayoría de los viajeros va escuchando música de sus MP3 o del teléfono móvil. Algunos van trabajando con sus computadoras portátiles. Tanto en el tren como en los andenes se ve gente ”hablando sola”. Van hablando por teléfono pero con manos libres; gesticulan, se ríen o se enfadan, como si tuvieran a sus interlocutores delante suyo.
Los mayores cambios son los precios. Todo está muy caro. Un café no baja de los 6 dólares y un almuerzo puede costar entre 13 y 33 dólares.
El Metro sufrió un desperfecto y quedó paralizado unos minutos, a mitad de camino. El conductor del tren explicó algunas veces sobre lo que sucedía, pero los pasajeros no entendimos mucho, porque no hablaba bien sueco. Entendimos lo que era obvio, que estábamos detenidos por algún problema en las vías y que no era necesario bajar. Pero entendimos solo unas pocas palabras de su larga explicación. Igual podía haber puesto la grabación de cualquier cosa, como los ladridos de un perro o los graznidos de una cotorra.
Era mi primer día en Estocolmo, después de un año de ausencia.