No pude reunirme con mis hijos hoy, después de mi última lección del día. Tenía una reunión con otras personas. Pero la reunión falló y me tuve que venir a casa. Tuve que congelar toda la carne que había comprado para un asado. Es carne de buena calidad, no de la barata que acostumbro comprar. Para ir a la reunión tuve que recorrer las autopistas desde Sollentuna hasta cerca de Nynäshamn, pasando por un gran tramo con trabajos viales. Se tarda más de una hora, de un punto a otro.
Antes de venirme a casa pasé por el centro de Skärholmen. Tenía una vaga esperanza de encontrar a la mujer que robó mi billetera. Pero no tenía deseos de perder mucho tiempo buscando. El cansancio de la semana muy nutrida de trabajo se empezaba a hacer presente. Me vine a casa, mejor dicho a mi cuarto, a encerrarme para no molestar. Aquí entré al mundo de Internet a leer un poco y saludar a mis amistades.
Aproveché de leer más en profundidad todo lo sucedido en Noruega y en otros países. Pena dan los atentados en Oslo y la isla de Utoya, producto del odio y la inconsciencia (VER). Lo más emotivo y esperanzador es la marcha de los jóvenes en España, que se están reuniendo en las plazas y parques. Nuevos sucesos, a veces inesperados, adornan nuestro entorno. Nuevas esperanzas, mezcladas con tristeza abren ventanas y cierran otras.
También he tenido un momento de reflexión, recordando mi estadía en Suecia, desde la primera vez que pisé suelo escandinavo, en mayo del año 1975. Ese primer viaje fue en tren, a través de la entonces Unión Soviética y Finlandia. Éramos un grupo de estudiantes universitarios de la Universidad de Bucarest. Veníamos a trabajar en los meses de verano. Éramos jóvenes, aventureros e intrépidos. Éramos los pioneros. Después vendrían otros grupos, sobre todo de aquellos que nos criticaban por haber efectuado el primer viaje. Algunos de nosotros creíamos ser revolucionarios. Rumania nos había recibido con las puertas abiertas el año anterior, después de esperar, hacinados, en una pensión del barrio Jesús María, en Lima. Rumania nos dio de todo: recibimos vivienda amoblada y confortable. Nos dio posibilidades de estudio o trabajo, además de dinero para los primeros meses. Aprendimos el idioma y nos mezclamos con el pueblo. Fuimos aceptados como su propia gente. En Bucarest asistí por primera vez en mi vida a la Ópera, que visité en innumerables ocasiones. Allí conocimos la solidaridad y la cordialidad de la gente de esa época. También surgieron muchos romances entre chilenos y rumanas. Las familias rumanas nos recibieron con cariño y con calor. Aprendimos a saborear la sopa agria y los mici (especie de albóndigas de carne, muy bien condimentadas, que se sirven asadas). Aprendimos sus danzas y sus canciones.
Pero no queríamos permanecer en un solo lugar. Además, queríamos regresar a Chile para seguir luchando contra la dictadura de Pinochet. Por eso empezamos a radicarnos en distintos países europeos, creyendo que regresaríamos en poco tiempo. Suecia fue uno de eso países. Muchos nos quedamos aquí. Algunos perdimos la esperanza de volver. Otros murieron en la espera. Fueron pasando los años y los decenios. El mundo fue cambiando y nosotros estábamos a un lado del camino, viendo pasar la Historia. Poco a poco nos absorbía el sistema y muchos olvidaron el motivo por el que salieron de Chile. Vinieron más chilenos, en oleadas. También vinieron argentinos, uruguayos, peruanos, colombianos, etc. Los latinoamericanos fuimos formando un nuevo grupo de inmigrantes, acompanando a los grupos clásicos de inmigrantes finlandeses, polacos, italianos, turcos, etc. Luego llegaron asirios y sirios, libaneses, palestinos, iraquíes, etc.
Cuántas historias han surgido de todas esas olas inmigratorias y de los asentamientos de extranjeros en Suecia. Choques culturales, luchas cruentas entre algunos grupos, racismo, delincuencia. Pero también integración y adaptación. Mucho para contar.
La vida continúa.