ENTRE EL TRABAJO Y EL ARTE

Siempre me será difícil determinar la diferencia entre una y otra cosa. El trabajo en sí es un arte. Al trabajo se le da amor y dedicación, indiferentemente de qué ocupación tiene una persona. «El trabajo dignifica», es una frase que he oído muchas veces, para justificar, a veces, el trabajo mal remunerado y que no requiere muchos conocimientos.

En mi larga vida he tenido muchos oficios desde auxiliar de mi madre en su pensión, siendo aún muy pequeño, hasta mi actual profesión de pedagogo. Creo que antes de ir a la escuela ya llevaba yo una carreta de mano atravesando todo mi pueblo natal (Mulchén) para ir a comprar cajas de bebidas gaseosas y cerveza.

                 fuente  Mi carreta era parecida a la de la foto publicada en Taringa.

Recuerdo de aquel entonces las calles llenas de barro (allí no se conocía el asfalto ni el pavimento) después de las intensas lluvias de invierno y primavera.  De esas mismas calles se elevaban nubes de polvo cuando hacía calor y pasaban lentamente las carretas de bueyes a paso y los caballos a todo galope. Cuando hacía mucho frío, por las mañanas los charcos se cubrían de una gruesa capa de hielo que llamábamos escarcha. Los muchachos jugábamos a patear la escarcha con el taco del zapato, cuando íbamos camino de la escuela. Nos gustaba sentir cómo crujía el hielo bajo los pies aunque nos dolieran las rojas orejas y la roja nariz a causa del intenso frío. A través de los pantalones rotos y los zapatos agujereados se filtraba la humedad y el hielo nos llegaba hasta la médula de los huesos. En una de esas oportunidades, uno de mis compañeros (no sé si fue uno o varios), me empujó en una profunda zanja, donde el hielo era blando. Cuando me levanté de la zanja estaba completamente empapado y tuve que irme a casa. Tal vez tardé más de lo conveniente porque está más latente que nada el miedo a que mi madre me pegara por llegar en ese estado. Para ella era siempre yo el culpable si me pasaba algo y no vacilaba en darme una buena paliza con sus chicotes de goma que mandaba a confeccionar especialmente para mis castigos corporales. Llegué tiritando, con los dientes castañeteando, las manos casi paralizadas, como las piernas. Los dedos de los pies casi no los sentía. Mi madre, a pesar de sus insultos y amenazas me cambió la ropa y me dio tilo con limón. Creo que pasé largas horas frente al brasero para poderme calentar un poco. El resultado fue visita al hospital después de una bronquitis aguda que derivó en una enfermedad más aguda, sombra en un pulmón. La enfermedad me obligó a quedarme en casa por mucho tiempo y la profesora me borró de la lista de la escuela por ausencia prolongada. Perdí un año de escuela y gané más palizas al estar más cerca de mi madre que no dudó en aprovechar mi «tiempo libre» para darme más trabajo. Pobre madre, perdona si digo estas cosas pero es la verdad. Eras una buena madre, pero me maltratabas. Sin embargo, no era culpa tuya. Así era aceptada la sociedad de esa época, como eran aceptadas tantas cosas absurdas como el machismo, el alcoholismo, la pobreza extrema y la ignorancia total. Así se siguen aceptando esas y muchas otras estupideces aún en nuestra época en muchos países del mundo. Es increíble lo que nos falta para evolucionar desde seres humanos tan simples a un estado superior. a A veces llego a pensar que estamos más cerca de los hombres prehistóricos que del «hombre nuevo» y «la mujer nueva» que algún día debería salvaguardar la vida de todos los humanos, en un mundo de justicia e igualdad.

Si dejamos a un lado los trabajos obligados a corta edad o los trabajos muy mal remunerados, en niveles similares a los de los esclavos, el trabajo es necesario y hermoso, si le sabemos encontrar el sentido, la finalidad y el beneficio que implica para nosotros mismos y para otros ciudadanos.

Mi actual trabajo es uno de los más hermosos. El entregar preparación a otras personas, ayudarlos a superarse intelectualmente y a dominar un vehículo, nos llena siempre de muchas satisfacciones. Y en mi profesión hay trabajo de sobra en el verano. Por eso he dicho en uno de mis anteriores artículos que me siento verdaderamente privilegiado porque puedo elegir mis lugares de trabajo e imponer mis propias condiciones, lo que no ocurría hace algunos anos cuando yo tenía mi propia autoescuela. Entonces la economía estaba más difícil que ahora en Suecia. Si no hay acuerdo siempre habrá muchos otros lugares para elegir. Millones de otras personas, al contrario, deben aceptar el trabajo que les ofrezcan porque simplemente no hay para todos. Y es así como aumentan los desempleados cada día, a medida que una crisis económica se agudiza. Y las crisis económicas se suceden una a otra de quinquenio en quinquenio y hasta de año en año. Lo peor es que cuando hay crisis, el sistema encuentra la forma de frenarlas a costa del bienestar de la mayoría de los ciudadanos. Los grupos más afectados son aquellos que tienen escasos recursos.

Mi trabajo me permite conocer mucha gente, con la que llego a entablar relaciones muy cercanas a  la amistad. La satisfacción es enormes cuando logramos, en forma conjunta, superar etapas y finalmente llegan a la meta. Las muestras de agradecimiento son muchas y me incentivan a continuar trabajando y entregando la mejor ayuda posible a más personas.

Pero el trabajo me impide dedicarme a las cosas que más quiero: la música y la literatura. El tiempo no alcanza para todo. Leo en los viajes del bus y del tren. Escribo cuando llego a casa cansado, por la noche. Lamentablemente también hay que dedicar tiempo a preparar alimentos  e ingerirlos. Y para mantener la excelente salud con la que cuento tengo que seguir entrenando en el gimnasio. Sin el entrenamiento sería imposible continuar con un buen ritmo de trabajo, sin achaques y sin dolores. Pero el tiempo se me escapa de las manos.

Empecé a escribir este artículo ayer por la mañana, en un espacio libre que tuve. Lo he tenido que recortar al máximo porque las ideas y los recuerdos me llevaron a muchas etapas de mi vida de trabajo y sólo podrían ser narradas con los necesarios detalles cuando tenga muchos meses destinados exclusivamente para la escritura.

Hoy empecé a leer un nuevo libro, de los que encontré en mis cajas. No es fácil abrirlas y hurgar en ellas porque el espacio que tengo en mi pequeña «habitación-oficina-comedor-dormitorio» es muy restringido, tanto que si me doy vuelta muy rápido a veces paso a llevar algo que cae al suelo. Es un libro que leí antes en Chile, en los anos 70. Se titula «Hijo del salitre» del escritor chileno Volodia Teitelboim. La versión que tengo es la tercera (1972) del Instituto Cubano del Libro. Antes había sido publicado por Editorial Orbe, en 1968.

Casualmente, las aventuras del protagonista -Elías- tienen una cierta similitud a las mías, aunque se desarrollaron en lugares muy distantes. Por supuesto que las condiciones de vida de la época en la que está ambientada la novela eran mucho peores que las que tuve yo. Pero, como en el caso de Miguel Hernández, también está presente la educación religiosa en la niñez y también se produce el divorcio entre los autores o personajes principales con la religión. Se repite siempre el mismo orden.

La historia tiene mucho que ver con los problemas actuales que vivimos en América latina. En aquella época eran las potencias coloniales inglesas las que explotaban más nuestros recursos naturales. Los ingleses se llevaban el salitre y minerales a  un precio muy bajo gracias a la inhumana sobreexplotación de los trabajadores chilenos, peruanos y bolivianos. Hoy siguen las empresas europeas y norteamericanas saqueando a los pueblos americanos. Y cuando un país decide corregir errores del pasado y recuperar sus riquezas necesarias para el desarrollo de la población, los países coloniales e imperialistas amenazan con «represalias» y otras acciones para castigar la «osadía» de pretender hacer justicia.

Es hora de dormir. Mañana, a trabajar nuevamente y los más probable es que lo haga en calles nevadas y resbaladizas.

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