Estrés, estrés, estrés. El día domingo, que para muchos es un día de descanso, es uno de los más agotadores. Terminé de trabajar temprano, pero lo que debo hacer en «casa» es mucho. Además de lavar la ropa debo cocinar, leer y preparar material de estudios. Resultado: carne quemada y arroz pegado en la cacerola. Y la computadora que trabaja muy lentamente. Escribo unos mensajes por correo electrónico, menos del diez por ciento de lo que debería. Oigo y veo a medias un discurso político desde Venezuela al mismo tiempo que reviso material y hago correcciones. Pienso en tres cosas distintas a la vez y cuando me acuerdo corro hacia la cocina para evitar que se siga quemando la comida. Y el tiempo se me escapa…
Lo que me reconforta siempre, al final del día, es el éxito con mis alumnos y su agradecimiento. Desde muchachas suecas hasta filipinas y desde jóvenes sirios hasta eritreanos, somalíes, rusos y de todos los países posibles. Aparecen alumnos nuevos todas las semanas y una vez que han conducido conmigo ya no quieren cambiar para otro profesor. La empatía se sigue multiplicando y las sonrisas alcanzan su zenit cuando todos mis alumnos, uno tras otros, van obteniendo su licencia muy bien merecida después de tanto esfuerzo. A continuación, el momento glorioso de Patrick, uno de mis alumnos suecos.