Hace ya muchos decenios, mi amigo Álvaro trataba de convencerme de que me hiciera boxeador. Pero la idea no me atraía en lo más mínimo. Álvaro creía que porque yo le había quebrado algunos huesos a un par de amigos significaba que tenía talento para ese deporte. La verdad es que el primer caso fue de un contrincante en yudo que no sabía caer cuando lo tiré al suelo. El segundo fue por descuido, tanto mío como de mi amigo Patricio, jugando a luchar. Por otra parte, en esa época yo era un alfeñique. Mi única ventaja es que era rápido. En ninguno de los casos fue intención herir a mis amigos y sólo fueron casualidades, accidentes. Desde entonces tuve mucho más cuidado en los entrenamientos y en los juegos.
Las artes marciales son positivas, puesto que ayudan a fortalecer el cuerpo y la mente. Pero cuando se comercializa su actividad o se ponen al servicio de empresas ya no son tan positivas. Sólo sirven para aumentar las desigualdades en la sociedad. Mi respeto para quienes consideran el boxeo como un deporte. Para mí es una especie de residuo de las costumbres de los antiguos romanos cuando ponían a los esclavos a luchar a muerte contra sí mismos o contra leones y otras fieras salvajes. Aunque debo reconocer que el boxeo es mucho más comprensible que una corrida de toros, donde se declara héroe a un hombre que recibe la ayuda de cuadrillas de picadores que atacan y hieren al toro para debilitarlo (según ellos para «probar su bravía»). El pobre toro se ve hostigado y engañado para lanzarse contra un capote (especie de manta) mientras el torero lo burla deslizándose a un lado del capote. El toro nunca tiene intenciones de atacar al torero, sólo quiere acabar con su sufrimiento, no entiende qué pasa, sufre con sus heridas que no sabe cómo son producidas y lo atormentan los gritos del público. El toro tiene miedo y sólo puede expresarlo corriendo y tratando de abrirse paso para escapar. Pero es empujado por los banderilleros, picadores, subalternos y otros ayudantes, que lo obligan a mantenerse en el centro de la arena. Qué valiente sería el matador si se enfrentara solo frente al toro, sin ayuda de su cuadrilla y sin espada ni capote. Pero eso nunca ha ocurrido. Por eso, para mí, no existe la valentía del torero, un salvaje que se divierte engañando al indefenso toro, viéndolo sufrir y desesperarse por el continuo hostigamiento de tanta gente en derredor y los espectadores, verdaderos monstruos que rugen desde las gradas. Comparado con eso, el boxeo es preferible.
Nunca me atrajo el boxeo porque lo consideré peligroso. El boxeador puede ser golpeado hasta convertirte en un ser deforme, puede ser noqueado y sufrir derrames internos y hasta morir de un solo golpe. No creo que sea divertido para quien logra matar a un rival en el cuadrilátero. Ni campeón ni derrotado tienen mucho de lo que enorgullecerse. Hay muchas otras formas de demostrar valentía, fuerza y astucia. No es necesario golpearse para demostrar que se es mejor. No es necesario golpearse para divertirse.
Además, el boxeo, como el fútbol y casi todos los deportes, se ha transformado en un negocio. Los «deportistas» amasan grandes fortunas si logran ganar muchas peleas. Pero las empresas que organizan las peleas ganan mucho más. Como en otros deportes, los boxeadores también pueden prestarse para arreglar engañosamente los combates. Invito a leer un artículo sobre la pelea que se consideraba «la pelea del siglo».
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