PATRICIA, PATRICIA, UNA VERDAD ESCONDIDA

Hoy, escuchando algunos temas de The Beatles me ha venido a la memoria una de las etapas más tristes de mi vida, una etapa en la que me debatía entre la ignorancia y el enajenamiento mental, por un lado y por otro las nuevas ideas que vislumbraba en el horizonte pero que yo no dejaba entrar a mi mente. Tenía una especie de barrera, que era una buena defensa pero también un obstáculo para mi  desarrollo intelectual. La influencia religiosa era muy grande y mi dedicación a la política era limitada en la lucha por la igualdad social como militante en la Democracia Cristiana, un partido político que yo creía erróneamente era la alternativa entre el comunismo y el capitalismo.

Algunos años o meses, por ahí por 1964-5, viví con mi madre, dos hermanos y un padrastro en un pequeño cuarto de unos veinte metros cuadrados. La señora Julia, esposa del dueño de la casa, le había permitido a mi madre vivir allí sin pagar alquiler a cambio de que lavara la ropa de su familia.

La señora Julia tenía una hija de mi edad, Patricia, con la que compartí muchas horas y hasta días enteros, conversando sobre muchos temas, aunque la mayor parte eran trivialidades, cosas de muchachos con pocos conocimientos. Nuestras conversaciones eran una mezcla de bromas (a veces hirientes y otras que nos hacían reír eufóricamente), de quejas, de acercamiento sentimental. Muchas veces estuvimos a punto de besarnos, estando a sólo centímetros de distancia, mirándonos a los ojos. Es posible que tanto ella como yo lo deseábamos pero yo nunca me decidí a hacerlo. En esa época era el hombre el que debía tomar la iniciativa. Ni siquiera nos tomamos de la mano alguna vez. Yo sentía vergüenza y temor. Muchas veces huía de sus coquetos acercamientos y se me ponía la cara roja, que me imaginaba que iba a arder. Más de alguna vez me sentí ridículo por dar la vuelta y alejarme, sintiendo su mirada en la espalda. Sabía que era un error alejarme pero no podía evitarlo, quería dar la vuelta nuevamente y acercarme a ella, decirle que me gustaba, pero el temor y la vegüenza eran superiores, me bloqueaban. Además tenía temor a su madre, que a veces nos espiaba furtivamente.

Cuando Patricia no estaba en la casa yo me sentía intranquilo y sólo recuperaba la calma cuando la veía llegar del liceo, con su uniforme azul, hermosa blusa y calcetas blancas. Para mí era toda una princesa, impecable cada día con su uniforme planchado por mi madre. Ella aparecía en el patio después de cambiarse el uniforme y venía a buscarme. Mi corazón palpitaba hasta casi reventar cuando se acercaba y me llamaba. Con una dulce sonrisa empezaba a hacerme preguntas sobre cómo me había ido en mi trabajo y qué pensaba hacer por la noche. Era lo típico, no nos salíamos del molde rutinario. Yo respondía que debía estudiar. Después de algunas frases cortas o de una larga conversación en la que no nos decíamos mucho, ella se retiraba y se iba a reunir con sus amigos para pasar una nueva noche de fiesta. Entonces me atacaban los celos. Nunca la ví besando a nadie pero la ví bailando tántas veces y disfrutando de las canciones de los Beatles, del Twist y del Rock and roll que me imaginaba mil cosas. Amigas o amigos suyos se iban al fondo del patio y allí se subían a una escalera. Al otro lado, una muchacha o un muchacho hacían lo mismo. Encaramados a la pandereta que dividía los dos patios, los amantes se pasaban horas cuchicheando, besándose y toqueteándose. En aquel entonces en Chile se llamaba pololos a las parejas sentimentales de jóvenes y a las acciones de tocamiento las llamaban «atracar». En mi educación religiosa y mi devoción exagerada todo eso estaba malo, lo de tanta fiesta y tantas caminatas por el patio y los encuentros nocturnos de los amantes.

La señora Julia, a la que todos los amigos de Patricia llamaban «tía», permitía que sus amigos compartieran en su casa. Según me contaba, era porque así estaba segura de que podía tener control sobre su hija, que no estaba en otro sitio sino en su casa. El gran salón se llenaba de muchachos y era frecuente que pusieran música y bailaran. Los que no bailaban se sentaban en parejas y se besaban o acariciaban. Yo a veces los observaba de lejos. Nunca me mezclé con ellos. Los consideraba de otra clase, superiores. Yo era un muchacho obrero e hijo de la lavandera. Los otros eran hijos de sus papitos, iban a caros liceos bien vestidos y tenían tiempo para divertirse. Era tal vez por eso que nunca me atreví a confesarle a Patricia lo que sentía por ella. No quería competir con aquellos elegantes muchachos que seguramente tenían más posibilidades de conquistarla.

Yo solía colgarme de la rama de un manzano que había en el patio y entrenaba los pectorales. Tal vez fue eso lo que me hizo formar anchas espaldas desde que era muchacho. A veces Patricia observaba mis ejercicios y reía pícaramente. Una vez se acercó lentamente por detrás y me asustó, susurrando al oído algo a sí como «muy bien, Tarzán». Seguramente me quería halagar pero yo me enfadé porque me sorprendió, no la oí llegar. Fue una de las tantas veces que me porté como un estúpido con ella. En lugar de reír y agradecerle su sorpresa me irrité y la increpé.

Una vez la esperé en el patio, frente al manzano. Había decidido confesarle mi amor. Me había preparado con un buen discurso que ensayé cientos de veces. Para que me viera como un muchacho mayor compré una caja de cigarrillos, de la marca más cara y famosa de ese tiempo. No sabía fumar pero yo quería que me viera fumando como a todos sus amigos. Era la primera vez en mi vida que iba a fumar. Pero aquel día Patricia tardó más que de costumbre en llegar. Yo sacaba un cigarrillo tras otro, que iba «fumando» hasta que se consumía. Pero nunca aspiraba el humo, ni siquiera sabía que era así como se fumaba. Sólo chupaba el cigarrillo y luego tiraba todo el humo. Finalmente llegué al último cigarrillo, que traté de hacer durar al máximo, pero éste también se consumió. Había fumado toda la cajetilla mientras esperaba a mi amada. Llegó cuando ya no tenía cigarrillos para aparentar que era un «hombre». Se acercó, como de costumbre, con su agradable y cautivadora sonrisa. Me volvió a preguntar lo de siempre y luego se fué. Todo el discurso que había preparado se me olvidó y ni siquiera le insinué algo de lo que sentía. Se quedó esperando largo rato a que yo le dijera algo… pero yo sólo tartamudeaba. Mientras más cerca ella estaba de mí, más me costaba hablar. Creo que fue la última vez que estuve tan cerca de ella y a punto de besarla. Y es la última conversación con ella que recuerdo, de cuando vivíamos en la misma casa. Seguramente hubo más encuentros pero todo eso lo he olvidado, menos la última vez que la ví en  el centro de la ciudad, muchos años después, cuando yo acababa de casarme. Ella iba de regreso a su casa, de una fiesta. Ya estaba más grande y más guapa. Estaba un poco bebida o muy cansada. No estaba bien, la noté triste. Nos saludamos, nos quedamos mirando y luego nos abrazamos, era la primera vez en mi vida que la abrazaba. No sé cuántas cosas pasaron por mi cabeza en ese momento. Pero lo único que atiné a decir fué «me he casado». Luego le conté con mucha euforia detalles de la gran fiesta de bodas, sin pensar en absoluto si ella tal vez tenía algún sentimiento hacia mí. No sé cómo reaccionó ante la noticia, en ese momento yo no tenía capacidad para analizar la situación. Mi gran amor de un tiempo atrás estaba frente a mí y yo volvía a propinarle una de mis desacertadas estacadas, como una pesada broma. Yo debería haber esperado a hablar de otras cosas antes de lanzarle esa noticia, mientras nos abrazábamos. Son cosas que cuando somos jóvenes no alcanzamos a pensar antes de decir algo. No hubo un adiós ni chao de su parte, ella simplemente se alejó lentamente, se fue caminando mientras yo la observaba, sin comprender por qué no se despedía.

Desde esa época me acompañan las melodías del grupo inglés, aunque sólo ahora entiendo las letras de sus canciones. Nunca aprendí bien inglés aunque lo estudié en muchas oportunidades, sin llegar a dedicarle tiempo suficiente.

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