Cuando pequeño yo era delgado, débil y tímido. Tenía muchos temores y prejuicios, en gran parte por la poca información que recibía en casa, que era la pensión (una especie de hostal con restaurante) de mi madre. Se llamaba Pensión la Bahía. La casa tenía pocas habitaciones, sólo unas tres eran para alquilar. Había un salón grande, donde se atendía al público y un dormitorio para mí, mi madre y mis hermanos. Fue así como vivimos siempre en distintos sitios, todos hacinados en un mismo cuarto. Con nosotros dormía también mi padrastro, cuando éste se vino a vivir con nosotros. Detrás de la casa había un patio muy grande y largo donde mi madre tenía un gallinero. También tenía un jardín donde ella cultivaba flores de distintos tipos, como rosas, calas, pensamientos, claveles y muchas más. Ese jardín era un verdadero paraíso botánico. Mi madre también cultivaba hortalizas pero su cultivo preferido eran las flores. En paredes, puertas y ventanas colgaba macetas con geranios, a los que ella llamaba cardenales. Al lado del jardín yo tenía un huerto donde cultivaba distintos tipos de frijoles, de muchas variedades, tamaños y colores. A mi corta edad me maravillaba cómo de una pequena semilla podía surgir una enorme planta y que esa planta me diera cientos de nuevas semillas. Me gustaba ver cómo crecían aquellas plantas, desde el brote que rompe la superficie de la tierra y luego aparece la hojita. Más al fondo había un pozo del que extraíamos el agua potable y para regar. También había un pozo negro al que llamábamos «guáter», en alusión a water closet, una especie de inodoro o toalet. No teníamos ducha, algo que yo vine conocer muchos años más tarde. Nos lavábamos por partes, con ayuda de baldes y lavatorios de porcelana. A veces, en lugar de mojarnos con agua nos pasábamos un paño húmedo por el cuerpo. Utilizábamos jabones en barra que se usaba para lavar la ropa y al que se denominaba «jabón gringo». Cuando la economía estaba mejor usábamos jabones fragantes de la marca «lux». No recuerdo haber usado desodorante en esa época.
Mi madre era una buena mujer pero tenía aires de superioridad, de muy mal genio. A veces explotaba por cosas muy insignificantes, porque no le gustaba como se hacían o porque se sentía ofendida de alguna forma. Me educaba en la forma que ella entendía que se debía educar a los hijos, con mucha dureza y violencia. Esa violencia también la aplicaba con mis hermamos menores aunque no con la misma brutalidad que conmigo, tal vez porque yo era el mayor. Sus formas de castigar y la expresión de enfado y furia en su cara y sus gestos me tenían atemorizado hasta el punto que casi no me atrevía a hablar. Cuando lo hacía, tratando de explicar por qué había cometido un error o negando mi culpabilidad, me arriesgaba a que ella me moliera a chicotazos con látigos que ella mandaba a fabricar específicamente para aplicar esos castigos. Las ronchas – que a veces se hacían heridas- me podían durar varios días o incluso semanas. Más de alguna vez las heridas se infectaban y supuraban. A escondidas yo sacaba la pus de las mismas y las cubría con tela de araña, una técnica que usaba mi madre cuando nos hacíamos alguna herida. Lo malo es que esas telas suelen acumular polvo y en ese polvo puede haber gérmenes infecciosos. Tuve la suerte, sin embargo, de que siempre dieron buen resultado.
Recuerdo muy bien esa época en la que iba a clases a una escuela donde éramos unos 80 alumnos con una sola profesora. No recuerdo muy bien en qué clase iba, creo que fue el segundo grado, yo tendría unos ocho años de edad. Habían allí muchos alumnos que tenían mi apellido (Chávez) y posiblemente habían primos que no llegué a conocer hasta que tuve unos veinte años. Recuerdo que uno de ellos se parecía a mí y me defendió en una oportunidad cuando me agredió otro compañero de clases. Yo sólo sabía su apellido. Sospechaba que podía ser familiar, incluso podía ser un hermano. Me daba vergüenza pensar en todo aquello. No entendía entonces nada sobre las relaciones amorosas de los adultos. Lo único que sabía era que nací hijo ilegítimo, aunque mi padre me había reconocido y me dio su apellido. Pero él estaba casado con otra señora, a la que conocí también cuando viajé a los veinte años en busca de mi padre. Entonces también pude conocer a mis tres hermanos, hijos de mi padre. Algún día narraré todo ese otro episodio de mi vida, viajando por distintas ciudades y conociendo a decenas de familiares de los que cuando niño no tenía idea que existieran. En ese viaje también conocí a dos personas que le dieron un poco más de sentido a mi propia vida. Una de ellas se llamaba Dalila, hermana del padre de mis dos hermanos por parte de mi madre. El nombre de la otra chica no lo recuerdo pero nunca voy a olvidar nuestras conversaciones a orillas de un río, después de haber cabalgado en el caballo de uno de mis tíos.
Regresando a la época de la escuela -creo que era la número 3 de Mulchén- un día después de muchos otros de intensa lluvia y que había muchos charcos en las calles, un muchacho de un grupo que me acosaba constantemente y que entonces me perseguía, me empujó para que cayera en uno de esos charcos. Hacía mucho frío y cuando me puse de pie casi no podía caminar. Me sentía aturdido, estaba completamente empapado, desde la cabeza a los pies. Sentía el agua dentro de los zapatos y la ropa se me pegaba a la piel. Antes y después de ese suceso yo trataba de entender porqué esos muchachos siempre me acosaban, puesto que yo nunca les hice nada. Esta vez me habían tirado al agua. Otras veces me habían lanzado piedras o arena, inluso hasta barro. Como pude me dirigí hacia mi casa mientras los muchachos disfrutaban del espectáculo riendo a carcajadas e insultándome con frases absurdas, sin sentido.
Cuando llegué a casa tuve que soportar los gritos de enfado de mi madre. Creo que incluso me dio un bofetón porque no me había defendido. Por supuesto que estaba enfadada con quienes me agredieron pero me consideraba un cobarde por no haberles hecho frente e impedir que me echaran al agua. Ahora tendría que lavar toda mi ropa y secarla para poder ponérmela al día siguiente, porque no tenía otra. Más no hizo falta vestirme porque me atacó una terrible gripe que me dejó en cama durante varios días. Esa gripe derivó poco a poco en neumonía. Al cabo de una semana mi madre me llevó al hospital y después de algunos exámenes me diagnosticaron sombra en uno de los pulmones. Es posible que estuviera más de dos semanas en casa a causa de mi enfermedad. Cuando regresé a la escuela, la profesora me echó de la misma porque yo estaba borrado de la clase por ausencia injustificada. Los muchachos que me habían tirado al charco de agua estaban presentes cuando la profesora me despidió y se reían, mirándose entre ellos. Finalmente consiguieron que casi toda la clase empezara a reirse de mí. Con gran temor regresé a casa con la noticia. Creo que en lugar de la media hora que acostumbraba emplear para el regreso, esa vez me tomó un par de horas. Tenía un miedo horroroso de que mi madre me volviera a castigar. Para consuelo mío, su enfado era solo contra la profesora o con el director de la escuela. Fué a protestar y exigir que me readmitieran pero fue imposible hacer nada. Es posible que mi madre haya olvidado avisar que yo estaba enfermo y a pesar de tener certificado médico no fue posible convencer a la profesora de que me admitiera de nuevo en su clase. Posiblemente existía una cláusula burocrática que la obligaba a ello. A causa de eso perdí ese año y tuve que empezar de nuevo en el mismo curso al año siguiente y en otra escuela. Mi pobre madre estaba atribulada y me dio mucho cariño aquel día. Desde entonces me puso a trabajar atendiendo a los clientes y a todos los mandados posibles de la pensión. Fue el comienzo de mi vida laboral. Eso me ayudó a madurar más temprano de lo normal, aunque dejó huellas en mi mente que serían muy difíciles de borrar. Desde entonces conocí la avaricia de mucha gente y su propensión a aprovecharse de la ingenuidad o la desgracia ajena.
Sanar completamente me tomó seguramente varios meses. En las condiciones de vida de esa época, con mala alimentación y clima adverso, muchas veces sin carbón para encender el brasero, se pasaba mucho frío y las enfermedades duraban mucho tiempo. Por muchas mantas que uno se pusiera no era agradable dormir. Pero tuve suerte porque finalmente me repuse y logré seguir estudiando. Luego vino el terremoto de 1960 y nuestra mudanza a Santiago, la capital. Antes de eso pasaron muchas cosas en nuestras vidas, en aquel entonces pequeño pueblo de Mulchén.
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