Cada día que nace, una de las primeras cosas que hago es asomarme a la ventana o abrir la puerta de mi casa. Miro en mi derredor y surge de mí un suspiro profundo al ver una rama de árbol, un brote, una flor, miles de hojas, miles de flores. Ahora es primavera; es cuando se las puede ver con mayor facilidad y en mayor variedad. Los colores se van tornando cada vez más claros y luminosos, más vivos. El predominante verde va cambiando sus tonos, a medida que van creciendo las ramas de los árboles y de los arbustos o de la hierba. Es como un continuo y prolongado estiramiento especial de la naturaleza, que quiere respirar, que quiere entregarnos todo su poder, toda su fuerza, toda la felicidad. Todo es maravilloso.
He visitado muchos países y he visto tántos paisajes, tántas variedades de plantas que siempre me fascinan, aunque las haya visto antes, muchas veces. Además de su belleza, cada una de esas plantas, incluidas las llamadas «maleza» son útiles, de una u otra forma. No hay ninguna que pueda considerarse inservible. Nunca me canso de admirar la belleza de lo que nos da la Madre Tierra.
Recuerdo al poeta Pablo Neruda, que también admiraba mucho la Naturaleza. Y en magníficas odas las enalzó y llevó a la cúspide máxima, como es el caso de la cebolla:
Cebolla,
luminosa redoma,
pétalo a pétalo
se formó tu hermosura,
escamas de cristal te acrecentaron
y en el secreto de la tierra oscura
se redondeó tu vientre de rocío.
Así empieza la Oda a la Cebolla, que se puede leer
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