Una especie de cuento, rescatado de los recuerdos.
Anselmo había puesto el vals de Johanns Strauss para estudiar. Había tomado por costumbre poner una pieza musical y volverla a repetir continuamente mientras estudiaba. De ese modo se podría concentrar plenamente en la materia elegida, sin disminuir la atención y obtener buen resultado en el estudio. El tema a estudiar eran las enzimas. Hacía meses que Anselmo estaba inmerso en el estudio de bacterias, virus, células eucariotas y todo lo que tenía que ver con la biología. Pero su trabajo le impedía dedicar suficiente tiempo a ese tema tan apasionante. Lo hacía cada vez que podía, analizando diversos libros, haciendo dibujos o mind mapping (VER) y viendo distintos vídeos en varios idiomas.
No obstante, esta vez no pudo concentrarse en sus estudios. Lo que consiguió con poner esa melodía en su ordenador fue avivar el recuerdo de una noche fantástica, en una época en la que todo su mundo eran sueños y esperanzas. Fue tan fuerte el recuerdo que se quedó embelesado oyendo la música y se sintió transportado en el tiempo. No podía recordar el lugar exacto en el que se encontraba aquella noche. Fue una de varias noches y días en un campamento de la YMCA. Anselmo pertenecía a un grupo de líderes juveniles que practicaba diversos deportes y otras actividades con el fin de incentivar a otros jóvenes a llevar una vida sana. Aquellos días fueron una experiencia extraordinaria para él y para todos los participantes del campamento.
Aquella noche el grupo se reunió alrededor de una fogata. Allí se jugaba a distintos juegos de palabras, adivinanzas, preguntas de ingenio o, simplemente, se contaban chistes. Anselmo no era bueno para contar historias. Tenía buen humor y se reía a carcajadas cuando un chiste le gustaba. Pero cuando él intentaba contar alguno, nadie se reía. Si sus compañeros lo hacían era sólo por solidaridad o porque el chiste era extremadamente malo. No se reían por el chiste sino por lo malo que era o lo malo que estaba siendo contado, a pesar de que cuando lo habían contado otros, era buenísimo y quienes lo oían se desternillaban de risa. En esa oportunidad, Anselmo contó uno sobre espermatozoides, que había oído días antes en su lugar de trabajo. Él mismo no entendía por qué había contado ese chiste. Era uno de esos chistes que se consideraban sucios e insolentes. Todos los otros muchachos del grupo lo hacían y él no quiso ser menos en su atrevimiento, se había sentido envalentonado por la presión de grupo. Mientras lo contaba, sus mejillas se pusieron rojas y el auditorio le pareció un jurado que lo estaba juzgando. Era como estar frente a uno de sus profesores que tuvo en la escuela primaria, que esperaba el menor error para humillarlo o para castigarlo. Como era de esperar, pocos rieron y en algunas chicas había miradas de asombro. Anselmo hubiera querido desaparecer, que la tierra se lo tragara en aquel desdichoso instante. Pero inmediatamente otro integrante del grupo comenzó un nuevo chiste y así continuó la velada hasta que se decidió pasar a otras actividades. El mal contado chiste fue olvidado rápidamente.
Después de la reunión en la fogata, empezó el baile. Anselmo no era bueno para bailar. Para ser más explícitos, no sabía bailar. Era el que siempre se quedaba al final, en cualquier fiesta. Sólo bailaba cuando tocaban twist o algo similar, algo que no le parecía muy difícil. Un rock and roll era una hazaña imposible de conseguir para él. Nunca osaría siquiera bailar algo similar. Un blue era algo que se podía intentar, pero no siempre había coordinación con la bailarina; muchas veces había lamentables pisotones. Lo que sí sabía bailar era vals. O, por lo menos, eso creía él. Esperó mucho hasta que por fin pusieron El Danubio Azul, uno de sus temas preferidos. Anselmo se sintió con muchas fuerzas en ese momento y se dirigió hacia una de las chicas más hermosas del grupo, Beatriz. Era una chica rubia, no muy delgada ni muy robusta, con una larga cabellera rizada, que le llegaba hasta la cintura. Estaba vestida con un sencillo vestido de satén, color rosa, que hacía juego con sus graciosas pecas. Ella aceptó encantada la invitación a bailar ese hermoso vals. Beatriz lo había estado mirando desde hacía mucho tiempo, ya desde antes de la escena de la fogata. Anselmo no le había prestado mucha atención al principio, aunque notaba que ella lo miraba, más bien estaba interesado en hablar con una graciosa chica morena, que se movía con soltura en todas las reuniones y que aquella noche estaba especialmente elegante, quizás demasiado para asistir a un campamento. La chica morena, sin embargo, no le dirigió siquiera la palabra, estaba encandilada con la presencia de un muchacho alto, que lucía un cabello negro y engominado, de esos peinados que parecían una bola brillante, impecable, como uno de los personajes amigos de Archie, en las historietas de esa época (VER). Era uno de aquellos pedantes que pretendía demostrar que lo sabía todo y hablaba adornando sus palabras con exagerados gestos y movimientos de brazos y manos. Estaba rodeado de chicas y de otros muchachos que intentaban imitarle, sin conseguir opacar su elocuencia.
Beatriz no estaba interesada en los aspavientos del «rey» de la fiesta. Cuando vio a Anselmo acercarse hacia ella lo miró a los ojos y le preguntó algo que éste no entendió. La música estaba alta y era difícil oír la dulce voz de la chica en ese momento. Desde el comienzo la compenetración fue total. Anselmo y Beatriz se sentían muy a gusto y se deslizaban por la pista con pasos muy bien coordinados. Se miraban a los ojos y radiaban de felicidad. Otros bailarines les habrían paso mientras ellos parecían flotar sobre una nube, casi por encima del suelo. Anselmo se sentía, de pronto, como en un mundo separado del resto. Con o sin intención, los dos bailarines se fueron alejando de los otros y finalmente se perdieron detrás de unas anchas cortinas del gran salón de baile. Allí se detuvieron, acercaron sus rostros y se besaron largamente. Anselmo no podía creer lo que estaba sucediendo. Estaba allí, escondido en un rincón, entre la pista de baile y el proscenio, con una bella muchacha que parecía sacada de un cuento de hadas. No hablaban mucho. Se fueron paseando tranquilamente, tomados de la mano y se alejaron aún más del resto de bailarines. Poco a poco estuvieron junto a un lago de aguas tan tranquilas que parecía un gran espejo, en el que se reflejaba el inmenso manto azul en el que brillaban millones de estrellas. Se respiraba un aire limpio y se disfrutaba de una dulce armonía. Se oía cantar ranas o, tal vez, grillos. Anselmo nunco supo definir qué eran. Lo único que sabía es que ese lugar era una especie de paraíso y no quería irse de allí jamás. Él y Beatriz eran los únicos dueños de aquel maravilloso paraje. Era un mundo que nunca se había imaginado que existiera. Allí logró olvidar todos sus momentos amargos, su pobreza, sus carencias, las pullas y burlas de sus compañeros de trabajo, que cada día se pavoneaban de sus conquistas en garitos y prostíbulos. A Anselmo le parecía ridículo que esos hombres visitaran antros de lujuria y vicios, cuando chicas normales los buscaban y ellos podían elegir las que quisieran, gracias a sus uniformes de la aviación. Anselmo lo sabía muy bien, porque a él le sucedía lo mismo. No era él quien atraía a las chicas, sino el uniforme, que aunque era de soldado raso, era un uniforme. Y la gorra era de la FACH. Las muchachas se desvivían por estar junto a un soldado. En su imaginación creían que llegarían hasta casarse con un hombre que les infundía seguridad, una seguridad tan falsa como muchas otras.
Aquella noche junto a Beatriz, Anselmo se olvidó del infierno en el que vivían su madre y sus hermanos, a quienes no podía ayudar como hubiese querido. Se olvidó también de sus intenciones de luchar por una vida más justa para todo su pueblo. Su vida era muy complicada y nada podía ofrecerle a chica alguna. Pero eso no lo pensaba, mientras se miraba en los ojos de la bella muchacha. Durante el paseo, la pareja habló sobre muchas cosas: de la vida, de la muerte, de las injusticias, del origen de todo, de sus causas. Hablaron sobre Platón y otros sabios griegos; de Galileo y de Einstein; de Jean Paul- Sartre y Simone de Beauvoir; de mil cosas. Mientras más hablaban, más cerca se sentían el uno del otro. Pero de pronto, Beatriz le hizo una pregunta que lo dejó descolocado. Se refirió al chiste que Anselmo había contado junto a la fogata. Por qué había contado ese chiste tan morboso? No lo hizo en forma de reproche ni de burla, pero Anselmo no supo qué decir. Volvió a ruborizarse y se puso muy nervioso. Ella lo consoló tomando su mano y le dijo que no tenía importancia. Entonces comenzó lo que Anselmo interpretó como adoctrinamiento. Beatriz le confesó que era Testigo de Jehová. Poco a poco le fue contando en qué consistía su religión y por qué era la que salvaría a la Humanidad. Sin saber cómo, allí se rompió la magia, el encanto de aquella noche tan espléndida. Anselmo no quiso rebatir a Beatriz. La dejó que hablara, sin interrumpirla. Pero sabía que esa noche no sería el comienzo de un romance. A pesar de todo, esa fue una de las noches más felices de su vida. Beatriz fue una de las tantas chicas que supo brindarle momentos de felicidad, aunque muy cortos. Quizás si Anselmo se hubiera dejado adoctrinar por ella, su vida habría sido distinta a lo que fue. Tal vez pudo ser mejor, tal vez peor. Eso no importaba ahora, lo que realmente importaba era seguir estudiando.